Al despertar, la luz suave del sol y la brisa cálida de primavera, encendieron esos sueños que alguna vez se hicieron realidad, hoy algunos recuerdos, otros el imaginario de un futuro incierto.
Tendida en mi cama y abrazada por la seda blanca, un intrépido deseo abrió al álbum de fotos que descansa hace tiempo en el último cajón. Me reincorpore y coloque los dos almohadones de funda árabe atrás de mi espalda, que bien se sentía urgir mi columna en ese descanso plumaje...Daniel me lo había anticipado _ te regalo estos dos almohadones porque a vos te van a venir mejor a mi.
La primera foto que me mira era yo, una niña sonriente en un sube y baja bastante destartalado, justamente por eso, con mi hermana Silvia esperábamos el momento de la caída libre tras algunas peripecias para descostillarnos de risa, anestesia a los golpes y los gritos de mama.
Escondida por debajo de un recorte de diario aparece la rueda de aquel carrito artesanal que abuelo nos había hecho. Para las ruedas había desmembrado aquel mueble viejo, soporte del wincofon herencia del tío Elvio. Lo llenaba el almohadón que abuela había cocido la noche anterior en un arranque de recuperar, aunque sea la lana vieja de sus cojines de antaño. Con Silvia elegimos los dibujitos mas lindos mezcla de monigotes y palotes infinitos, inspiraciones de todas las tardes junto al tazón de pan con leche que abuela nos embutía imponiendo a los presentes las obras de arte. Nunca olvidare el un, dos, tres que gritábamos al unísono con abuelo para despedirnos junto al carruaje por aquella pendiente vertiginosa, geografía en lomada de mis calles montevideanas. Un viaje interminable y veloz de cien metros que regocijaba cualquier corazón roto.
Ahora se asoma un pedacito de aquel vestido rosa, largo hasta los pies, lleno de bolados y florcitas rococó que compramos con mama en un local de Barbarella. Al fin pudimos comprarlo, faltaba una semana para mis quince, para guardar a esa niña sin tapujos y despertar a la insipiente mujercita que urgía de soutiens nuevos para albergar dos nueces, frutos de mujer. Cada día, cada hora, cada minuto eran estrellas de colores que en mis sueños estallaban para despertarme contenta y ansiosa por la llegada de aquel evento. Teníamos programada una gran fiesta, hacia mucho que no veía a papa y mama envueltos en un mismo plan, todos en casa estábamos pendientes de ese día. Papa aprovecho su estancia como socio trabajador en la parrillita y nos alegro la vista apareciendo con aquel lechón mas ancho que la puerta todo vestido de frutas, modelo en vivo para un cuadro de Arcimboldo. Después, las cajas de triples y saladitos, festín que jamás pudo reemplazar las pizzas caceras de mama abarrotadas de salsa, receta indiscutible de su abuela. Por ultimo apareció ella, la reina de la fiesta, la caja de sorpresas, corazón en dulce de leche, merengue y frutillas que enterranba al atesorado anillo, bagatela enriquecida de esperanzas y sueños en cabecitas vestidas de lazos que atan bucles, resortes en suerte de niñas felices.
Tendida en mi cama y abrazada por la seda blanca, un intrépido deseo abrió al álbum de fotos que descansa hace tiempo en el último cajón. Me reincorpore y coloque los dos almohadones de funda árabe atrás de mi espalda, que bien se sentía urgir mi columna en ese descanso plumaje...Daniel me lo había anticipado _ te regalo estos dos almohadones porque a vos te van a venir mejor a mi.
La primera foto que me mira era yo, una niña sonriente en un sube y baja bastante destartalado, justamente por eso, con mi hermana Silvia esperábamos el momento de la caída libre tras algunas peripecias para descostillarnos de risa, anestesia a los golpes y los gritos de mama.
Escondida por debajo de un recorte de diario aparece la rueda de aquel carrito artesanal que abuelo nos había hecho. Para las ruedas había desmembrado aquel mueble viejo, soporte del wincofon herencia del tío Elvio. Lo llenaba el almohadón que abuela había cocido la noche anterior en un arranque de recuperar, aunque sea la lana vieja de sus cojines de antaño. Con Silvia elegimos los dibujitos mas lindos mezcla de monigotes y palotes infinitos, inspiraciones de todas las tardes junto al tazón de pan con leche que abuela nos embutía imponiendo a los presentes las obras de arte. Nunca olvidare el un, dos, tres que gritábamos al unísono con abuelo para despedirnos junto al carruaje por aquella pendiente vertiginosa, geografía en lomada de mis calles montevideanas. Un viaje interminable y veloz de cien metros que regocijaba cualquier corazón roto.
Ahora se asoma un pedacito de aquel vestido rosa, largo hasta los pies, lleno de bolados y florcitas rococó que compramos con mama en un local de Barbarella. Al fin pudimos comprarlo, faltaba una semana para mis quince, para guardar a esa niña sin tapujos y despertar a la insipiente mujercita que urgía de soutiens nuevos para albergar dos nueces, frutos de mujer. Cada día, cada hora, cada minuto eran estrellas de colores que en mis sueños estallaban para despertarme contenta y ansiosa por la llegada de aquel evento. Teníamos programada una gran fiesta, hacia mucho que no veía a papa y mama envueltos en un mismo plan, todos en casa estábamos pendientes de ese día. Papa aprovecho su estancia como socio trabajador en la parrillita y nos alegro la vista apareciendo con aquel lechón mas ancho que la puerta todo vestido de frutas, modelo en vivo para un cuadro de Arcimboldo. Después, las cajas de triples y saladitos, festín que jamás pudo reemplazar las pizzas caceras de mama abarrotadas de salsa, receta indiscutible de su abuela. Por ultimo apareció ella, la reina de la fiesta, la caja de sorpresas, corazón en dulce de leche, merengue y frutillas que enterranba al atesorado anillo, bagatela enriquecida de esperanzas y sueños en cabecitas vestidas de lazos que atan bucles, resortes en suerte de niñas felices.